Imagina entrar a una fiesta interminable, llena de luces, música, y gente que parece estar siempre pasándola bien.
Esta fiesta nunca se detiene: está abierta las 24 horas del día, los 7 días de la semana, y está abarrotada de miles de millones de personas.
Cada asistente lleva un teléfono que funciona como un micrófono y una cámara, con los que pueden transmitir cada risa, cada llanto, cada momento perfecto y también cada uno de los momentos difíciles.
La fiesta está llena de diversión aparente, con imágenes y momentos que parecen brillantes, pero entre todo ese ruido también se esconden sombras.
Esta fiesta, claro, simboliza a las redes sociales.
Pero, ¿es esta fiesta de las redes realmente tan divertida como parece?
Quizás, entre los filtros y los ‘likes’, se está gestando algo mucho más oscuro: una epidemia silenciosa de problemas de salud mental que afecta a los jóvenes de todo el mundo.
Las investigaciones nos dicen que hay algo preocupante en marcha. Desde el año 2012, los niveles de depresión y ansiedad en adolescentes, especialmente en chicas, han aumentado considerablemente, según estudios publicados en el Journal of Adolescent Health. Y no se trata de algo casual. Ese mismo año, Instagram, la plataforma perfecta para «expresarse» y compartir una versión idealizada de uno mismo, empezó a ganar fuerza. No es una coincidencia.
Estudios como el de Twenge y Campbell (2018) han mostrado cómo los niveles de ansiedad y depresión se dispararon justo cuando las redes sociales se convirtieron en un escaparate público donde los jóvenes comparten su vida y, sin querer, también sus miedos, inseguridades y angustias.
Una constante exposición a las redes parece generar una ilusión de realidad que puede ser dañina para la salud mental.
El fenómeno se llama «contagio emocional» y no es nuevo.
Es como si las emociones fueran pequeñas chispas que saltan de una persona a otra, y cuando estas chispas se multiplican, pueden convertirse en un incendio emocional.
El contagio emocional tiene una historia larga; en la Edad Media, la gente podía entrar en éxtasis colectivos y experimentar episodios de comportamiento extremo, como reír, llorar o gritar sin control, hasta caer desplomados. Hoy, esos fenómenos parecen haber sido reemplazados por otros comportamientos más modernos y mucho más silenciosos.
Las redes sociales han dado lugar a brotes de enfermedades que podrían llamarse «sociogénicas», esto es, condiciones como la ansiedad, la depresión o los tics, que se propagan no a través de un virus, sino a través de nuestras relaciones sociales.
Pero, ¿qué está sucediendo realmente?
Imagina a una adolescente explorando TikTok y encontrándose con miles de vídeos bajo hashtags populares como #saludmental, #ansiedad o #trauma.
Estos clips muestran a otros jóvenes hablando de sus dificultades, exhibiendo sus tics o describiendo sus luchas con identidades múltiples.
¿Cómo se sentiría esta chica?
Por un lado, podría sentir una gran empatía y compasión: «¡No soy la única que se siente mal!». Pero, al mismo tiempo, también podría empezar a imitar algunos de estos comportamientos como forma de encajar, incluso sin darse cuenta de ello.
Los expertos hablan de «sesgo de prestigio»: tendemos a imitar a quienes vemos como admirables o exitosos. Y en redes sociales, los que suelen ganar seguidores son aquellos que muestran contenido más extremo, llamativo o poco común, ya sea emocional, visual o ideológico, lo cual capta más fácilmente la atención del público.
Aquí es donde el riesgo se vuelve evidente: el dolor y el sufrimiento se convierten en moneda de cambio social.
¿Recuerdas el fenómeno de los tics que brotó entre adolescentes después de ver vídeos de influencers con síndrome de Tourette?
Un equipo de psiquiatras alemanes lo documentó: los jóvenes imitaban exactamente los mismos tics de una popular influencer británica que decía palabras como «beans» de manera compulsiva.
Los investigadores lo llamaron «enfermedad colectiva inducida por redes sociales». En otras palabras, un trastorno extendido por imitación y potenciado por la cantidad de ojos puestos sobre una pantalla.
Pero no es un caso aislado: también hemos visto un aumento en la prevalencia del Trastorno de Identidad Disociativo (TID), sobre todo entre adolescentes que consumen contenido de influencers que exhiben múltiples personalidades.
Según estudios recientes, como el de Naomi Torres-Mackie, directora de investigación de la Mental Health Coalition, muchos adolescentes han comenzado a creer que tienen TID después de ver estos vídeos, cuando en realidad no presentan los síntomas clínicos.
Además, también se ha registrado un notable incremento en los casos de disforia de género entre adolescentes, especialmente entre chicas de la Generación Z.
La disforia de género, que antes era un trastorno relativamente raro, ahora se presenta con mayor frecuencia entre grupos de jóvenes, lo cual ha llevado a los especialistas a considerar el papel de las redes sociales en este fenómeno.
De acuerdo con estudios publicados en el Journal of Pediatrics, el número de adolescentes que buscan tratamiento por disforia de género ha aumentado de forma considerable en la última década, siendo las chicas quienes ahora lideran las estadísticas, a diferencia de lo que se observaba anteriormente, donde los casos predominaban en varones.
Un estudio de la investigadora Lisa Littman, de la Universidad de Brown, planteó la hipótesis de que algunos casos podrían estar relacionados con lo que denominó ‘disforia de género de inicio rápido’, donde la influencia del grupo social y la exposición constante a contenido sobre el tema en redes podrían estar contribuyendo a la aparición repentina de estos síntomas en adolescentes que no habían mostrado indicios previos.
Muchos padres y médicos han reportado que los adolescentes desarrollaron síntomas de disforia tras consumir grandes cantidades de contenido relacionado en plataformas como TikTok e Instagram, donde los vídeos sobre transiciones de género y experiencias personales reciben miles de interacciones y se presentan de manera que puede resultar atractiva para jóvenes en búsqueda de identidad.
Este fenómeno se relaciona con la tendencia de los adolescentes a imitar lo que ven (incluso de manera inconsciente), especialmente cuando los comportamientos extremos o inusuales reciben una gran cantidad de atención y apoyo social.
Los adolescentes son particularmente influenciables debido a su etapa de desarrollo; sus cerebros aún se están formando, su identidad y personalidad se está formando, lo que los hace más vulnerables a los efectos de la presión social y el deseo de pertenencia.
Estudios de la Universidad de Stanford han mostrado que el cerebro adolescente es especialmente sensible a recompensas sociales, como los ‘likes’ y comentarios positivos, lo cual puede intensificar el deseo de imitar comportamientos que perciben como admirados o valorados por su comunidad.
Así, las redes sociales no solo facilitan el contagio emocional, sino también la reproducción y proliferación de trastornos y conductas que pueden parecer atractivas o significativas, especialmente en un contexto de búsqueda de identidad y validación entre los adolescentes.
No se trata únicamente de que ahora, gracias a las redes, haya más visibilidad de determinados trastornos de los que antes no se hablaba (lo cual está muy bien y es necesario), sino de que también parece que las redes están influyendo en la generación de nuevos trastornos de tipo somático.
Un estudio publicado en el Journal of Adolescence encontró que muchos adolescentes que desarrollaron estos síntomas no habían mostrado signos previos del trastorno en la infancia, lo cual refuerza la idea de que la exposición prolongada a este tipo de contenidos podría desencadenar una imitación psicosomática entre los jóvenes.
Los comportamientos y emociones son contagiosos, como un bostezo que pasa de una persona a otra sin querer, pero en las redes sociales, este contagio se multiplica, se amplifica y se extrema de manera acelerada.
OJO, No se trata de demonizar estas plataformas; después de todo, han traído también beneficios indiscutibles. Pero también nos han traído una nueva forma de epidemia, una que debemos conocer y combatir con conciencia.
Quizá, al final, lo importante es aprender a estar en esa interminable fiesta digital sin dejarnos arrastrar por sus excesos y sin perder de vista nuestra propia salud mental.
Si bien compartir puede ser liberador, también es fundamental enseñar a los jóvenes a desconectar, encontrar espacios de calma lejos de la constante exposición pública y cultivar hábitos saludables que promuevan el bienestar emocional.
Si las emociones son contagiosas, entonces los adultos podemos ayudar a propagar calma, equilibrio y seguridad.
Y, quizá, lo más importante: acompañar sin juzgar, comprendiendo que, aunque la fiesta continúe, siempre es bueno saber cuándo salir a tomar aire fresco.
¿Qué Opinas del tema?
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